
El Rocío convoca cada primavera en su término de Almonte, en la Pascua de Pentecostés con la simbólica venida del Espíritu Santo, a cientos de miles de personas procedentes desde los más recónditos lugares para proclamar su íntima devoción de fe a la Virgen del Rocío, a esa Blanca Paloma, Reina de las Marismas, Señora de las Rocinas, y muchos otros sinónimos que designan a la Madre de Dios. Hablamos de una de las devociones marianas más carismáticas de la religiosidad popular cuya peregrinación a su aldea es hito de las manifestaciones culturales más relevantes del pueblo andaluz.
Sobre su origen histórico existen poéticas narraciones que presentan los rasgos comunes de todas las invenciones o apariciones legendarias de imágenes marianas. Cuentan que, durante el siglo XV, un cazador de la antigua Mures -Villamanrique de la Condesa- fue al sitio de Las Rocinas a apacentar el ganado o a cazar. Allí, entre zarzales, halló la imagen, colocada en la chueca de un acebuche. La figura “era de talla, y su belleza peregrina. Vestíase de una túnica de lino entre blanca, y verde, y era su portentosa hermosura atractivo aun para la imaginación más libertina.” En aquel paraje decidieron levantar un templo en honor de la Virgen aunque la historiografía arroja datos previos sobre la existencia de un lugar de culto en aquella zona por tiempos del reinado de Alfonso X el Sabio.